domingo, 6 de enero de 2013

Los finales tienen miles de razones para serlo. Razones que, una vez acabada esa historia, poco nos importan. Cuando llega ese punto, cuando nos colocamos sobre la línea que marca que todo ha terminado, pensamos en cómo empezó, en esos días en que un final ni se imaginaba, esos días en que las cosas eran fáciles. Lo más difícil es cruzar la línea que separa la realidad de los recuerdos. Los más inteligente la cruzan sin más, mirando al futuro, pensando en nuevas historias, convenciéndose de que habrá cosas mejores. Los más pasionales se aferran tanto al recuerdo que olvidan vivir, se mantienen con vida alimentándose de tan sólo imágenes que ya no existen, que ya no quedan. Otros, sin embargo, se toman su tiempo para cruzar, y cuando lo hacen están listos, no para olvidar, sino para vivir aprendiendo de lo vivido, de sonreír pensando que ocurrió, haciéndose fuertes a cada paso pensando que vendrán cosas que también conseguirán hacerlos sonreír, no tanto quizá, pero que lo harán. El final no se ve, por eso duele. Los recuerdos no se van, por eso permanecen. Lo bonito nunca muere, ni dura para siempre. Por eso nos hacer ser quiénes somos, y nos hace ver que duró lo suficiente para resultar inolvidable.

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